lunes, 8 de septiembre de 2008

MIEDO Y DOLOR EN LAS CALLES


La sangre se enfrió cuando leí en los diarios que, de un balazo en la cabeza, habían liquidado la vida de un niño de tan solo un año de nacido. La primera impresión, sin duda, fue de horror, seguido de expresiones de impotencia; ¿hasta dónde puede llegar la salvajada del ser humano?, ¿hasta dónde somos capaces de convertirnos en nuestros propios carniceros?. La violencia en Piura y en el país se está desbordando y tomando niveles muy altos. Al respecto, el Centro de Emergencia Mujer nos informaba que hasta junio del presente se habían registrado más de 130 casos de denuncias de violencia familiar. Por otro lado, si damos una mirada a lo que reportan los diarios, las primeras planas están copadas de asesinatos, violaciones, secuestros, enfrentamientos, robos, suicidios, que se incrementan cada día. En definitiva, tenemos una sociedad que está convirtiendo, siendo un poco optimista, la violencia en su modo de vida, la tiene a flor de piel. Hay dolor y terror en las familias, en las calles, en los barrios y en la sociedad. Con este panorama es imposible que podamos avanzar, pues resulta doblemente difícil progresar y hacer realidad las condiciones para una vida digna de todos y todas.

La violencia social a la que asistimos no es gratuita ni tampoco podemos atribuirla a causas biológicas. Los factores que la generan son varios. Uno de los fundamentales es lo que denominamos la exclusión social de la que son víctimas miles y miles de peruanos y peruanas a lo largo y ancho de nuestro país. Poblaciones enteras que están al margen de lo que sucede en el país y no reciben beneficios por parte del Estado. Baste recorrer nuestros asentamientos humanos de Piura y Castilla para darnos cuenta de ello; lugares sin servicios de agua, luz ni desagüe, familias enteras viviendo en medio de cuatro esteras, niños desnutridos y obligados a trabajar, jóvenes sin lugares para su sano esparcimiento y sin posibilidad de emplearse o educarse adecuadamente. En fin, la situación de exclusión y marginalidad de la que son víctimas ha calado tan fuerte que, algunos, han terminado por creer que han nacido determinados a ser pobres y que la causa por la que lo son, son ellos mismos.

Por otro lado no debemos olvidar lo que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) señalaba en su informe “que toda una generación de niños y jóvenes ha visto truncada o empobrecida su formación escolar y universitaria como resultado del conflicto”. No cabe duda que muchos de los jóvenes de hoy son hijos del periodo de violencia que vivió el país por 20 años y como lo señala el informe, esta violencia “intensificó hasta niveles insoportables el miedo y la desconfianza, que a su vez contribuyeron a fragmentar y atomizar la sociedad. En esas condiciones, el sufrimiento extremo ha causado resentimiento y ha teñido de recelo y violencia la convivencia social y las relaciones interpersonales”. La herida de la violencia política sigue abierta y las secuelas “pesan como una grave hipoteca sobre nuestro futuro y afectan decisivamente nuestra construcción como comunidad nacional de ciudadanos libres e iguales en un país democrático y plural, que avance por el camino del desarrollo y la equidad”. De ahí que el Estado no puede evadir las recomendaciones de la CVR, por el contrario, su implementación se hace cada día más urgente, pues, si bien hoy no se destruyen antenas, no hay coches bombas esperando en las calles, si hay miedo, dolor, desconfianza, inseguridad, desesperación. Quizá esto no lo sientan quienes viven rodeados de toda un contingente de seguridad, pero si aquellos que viven en el lugar mismo donde se sucede la violencia social, quienes tiene que andar “a cuatro ojos” para no ser asaltados o dejados tirados en la pista de un tiro en la cabeza como le sucedió al pequeño Diego.

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